Dalamino

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Rabo de leopardo

La celebración ocurría en el terreno de mi prima Gertrudis. En realidad son dos terrenos, pero muy cerca el uno del otro, unidos por un caminito que pasa por un cañaberal pantanoso. Absolutamente toda la familia iba a estar presente y, aunque uno solo de los terrenos habría sido suficiente para acoger a todo el mundo, decidieron poner los dos terrenos a disposición: uno con música más alta, y el otro con más comida y más sillas.

Y entre ellos un pasaje de 5 minutos a pie.

Fui el primero en llegar porque me gusta estar ahí para inmortalizar a la gente cuando bajan de sus coches y cuando saludan y se abrazan. Está bien que alguien se encargue de las fotos, porque todos los primos y los tíos y los niños y todos se ponen guapetes para la ocasión. Yo soy siempre el que se encarga de tomar fotos en todo evento familiar. Yo estoy siempre un poco aparte, un poco distante. Observo y documento. Si desapareciera, nadie se daría cuenta hasta el día después cuando se preguntaran por las fotos de la fiesta.

No sé si esta vez se trataba de una boda o una comunión, pero había champán.  Después de una copita y unas fotos, tomé el caminito para ver qué se cocía en el otro terreno, porque la gente podría llegar por allí también. Después de quince minutos andando ya no había cañaberas, después de treinta minutos llegué a un carril entre bananeras, casi una hora de caminata tuve que convencerme de que me había perdido.

Llegué a un pueblucho. Había una panadería, estaba abierta y se oían risas. La puerta estaba abierta y junto a ella había un farol arrojando luz a un letrero, "Hay rabo de leopardo". Fue con esa luz que me di cuenta de la noche. Me acerqué y eché un vistazo al interior. Eran dos jóvenes de distinto sexo que jugaban tirándose harina y se reían, estaban distraídos y no repararon en mi presencia. No era la parte de la panadería dedicada a la venta y seguramente no esperaban que nadie entrará por allí. Toqué a la puerta para llamar la atención y se me clavaron dos rostros boquiabiertos y cubiertos de harina. Dije que me había perdido y pregunté dónde se podría pasar la noche por allí cerca.

La chica parecía mayor. Se me acercó dando pasitos lentos y empezó a hablar.

Tienes que subirte a la muralla romana que hay detrás de este edificio, pasando la valla. Súbete a la muralla y ahí estarás seguro, solo tienes que tener cuidado de dos cosas.

Primero, la superficie donde dormirás es estrecha así que mejor que no te muevas mucho en tus sueños porque podrás caerte.

Segundo, tienes que protegerte de los leopardos de la noche. Debes ponerte un rabo de leopardo para que te dejen tranquilo. Si no, te atacarán sigilosos, te despertará el dolor y vivirás solo unos segundos, pero los segundos más largos de tu vida, segundos que solo te servirán para colectar como últimas visiones del mundo fauces afiladas retirando con furia pedazos de carne de tu cuerpo despedazado. Solo un rabo de leopardo puede salvarte de eso.

Vendemos rabos de leopardo si quieres, dijo el chico quedándose a una distancia prudente, allí detrás de ella.

No llevo dinero, solo tengo esta cámara pero no la puedo cambiar por nada porque contiene fotos de mi familia. Me acerqué a la chica para enseñarle la cámara, pero la cámara en sí daba igual, lo verdaderamente importante estaba escondido e invisible y necesitaba tiempo para revelarse. ¿El rabo tiene que ser exactamente como el de un leopardo? pregunté mirándola fijamente.

No, dijo, puede ser como de conejo. Pero es importante que tenga un pelaje de leopardo.

Vale, entonces no hay problema. Yo nací con un rabo así.

No me lo creo, dijo ella, enséñanos el rabo.

El chaval siguió en la distancia, apartado. Observando y aprendiendo.

Aquí no, dije. Me da vergüenza. Es una situación un poco violenta para mí. Te lo enseño solo a ti. Te lo enseño si me hospedas en tu casa.

Afuera la noche seguía cerrándose. Un grillo silbaba solitario y una silenciosa nube de insectos voladores danzaba en torbellino alrededor del farol que arrojaba luz sobre el letrero. El chaval se quedó solo limpiando. Nosotros caminamos por un sendero oscuro que bordeaba un pueblo donde no parecía vivir nadie más. Ella no decía una palabra. Imaginé que una vez dentro no podría dejarme dormir fuera, pero quizá me equivocaba. Quizá no tenía yo nada más que pudiera interesarle aparte de mentiras.